EL TURISMO RESIDENCIAL
Los anteriores comentarios que figuran en el blog eran de carácter atemporal. La semana pasada cometí el error de publicar uno con fecha de caducidad, precisamente en un momento en que no dispongo precisamente de mucho tiempo. Esta noche, tras mi jornada de agricultor dominguero, tengo que asistir a una cena de trabajo (justo lo que más odio, y ahora explicaré por qué). Mañana he de asistir a una convención; después, coger un avión, otra cena y a la mañana siguiente, una conferencia (de las malas, es decir, de las que uno da). Pero no podía dejar la nota sobre el “week end” anterior. Uno es serio. Aprovecharé la media hora que me queda.
Las cenas de trabajo no me gustan, primero, porque son de trabajo. Después, porque uno bebe y esa noche duerme fatal. Porque hay que volver en taxi (bueno, e ir también, ya que no se va a dejar uno el coche allí). A propósito, una razón más – aparte de lo de Indianápolis -para no comprarme el Ferrari (Carlos Herrera lo dijo también el lunes, pero yo lo había hecho antes). Y es que a los únicos sitios a donde lo podría llevar tengo que ir de paquete. Y además he visto que no caben muchos sacos de abono en su interior. Como alguno me lo va a preguntar tengo que explicar por qué en estos tipos de cenas hay que beber. En primer lugar, uno ha de ser patriota y hacer honor a los maravillosos vinos que se están elaborando en España. Antes eran buenos. Hoy, pueden medirse en el mercado mundial con los mejores. La segunda razón es que a nuestros acompañantes que beben no les gusta que uno no lo haga. Se rompe el equilibrio y produce inquietud. Sólo hay algo que produce más desconfianza que un alcohólico. Y es un abstemio a destiempo.
Pero vamos al turismo residencial. En Málaga, el número de plazas de segunda residencia y desocupadas es diez veces superior a la de la oferta turística reglada. Y casi iguala el número de camas de los que vivimos aquí. Es decir, de los empadronados en la provincia. Entre estos últimos se cuentan también los extranjeros residentes, sean jubilados comunitarios o inmigrantes. ¡Tela marinera!. Y esto no va a parar. Porque muchos de los turistas de hoy serán residentes mañana. ¡Consecuencias de vivir en una tierra encantadora!
Dios me libre de quejarme de esta situación. “Doctores tiene la Iglesia” para saber si han de poner freno a esto y si es posible hacerlo. Mientras tanto, en lugar de hablar de sus aspectos negativos, que es lo más fácil, intentaré dar algunas razones que pueden consolarnos y ver el fenómeno con una actitud positiva.
Las personas que – mediante la adquisición de una vivienda - se comprometen, por decirlo de alguna manera, con nuestra tierra, nos están trayendo riqueza. Más o menos riqueza en función de sus posibilidades económicas. Compran en las tiendas, necesitan fontaneros (por cierto, ¿quedan?), médicos (quedan), abogados (más), “pescaito frito” y ajo blanco. Una buena parte del crecimiento económico de los últimos años se debe a este fenómeno. Es como la suegra que se nos mete en casa y nos hace maravillas en la cocina. Acabamos por no poder prescindir de ella.
Otras de las razones es que este tipo de turistas genera empleo del que gusta a los españoles. El otro día me decía alguien – que por cierto, se quejaba de los inmigrantes – que había que potenciar en la Axarquía la construcción de más hoteles de playa. Como no tenía tiempo de explicarle que estos establecimientos surgen de forma espontánea allí donde las circunstancias son favorables, como las setas, me limité a decirle que como los españoles – y más de zonas turística – tienen a la hostelería entre sus últimas preferencias de empleo (sólo le gana en esto la agricultura), se necesitarían más inmigrantes para cubrir los puestos creados.
No obstante y a pesar de las ventajas expuestas, hay que tener precaución con este crecimiento desordenado. Sobre todo, porque los residentes que tenemos algún día se pueden cabrear, como Sean Connery, y marcharse. Y nos quedaríamos sin suegra.
Me voy, que ya tenía que estar camino del restaurante.